Ruiditos

05/10/2021

Hoy me tocaba llevar el coche al taller. Detesto las pequeñas gestiones, las cosas que nunca haría si fuera millonaria, las minucias molestas de llevar una vida medianamente civilizada. Por eso la demoro todo lo posible o utilizo trucos que me obligan a hacerlas, como pedir cita en los 30 segundos que decido que es importante hacerlas y ser funcional, aunque mi yo futuro vaya a maldecirme por haberme comprometido a ello. Así que lo he llevado, con su ruidito y con mi miedo a que se fuera a quedar parado en el tráfico aberrante del martes por la tarde. Calles cortadas, bocinas, gritos y todo el furor automovilístico de un otoño mal llevado. Incluso he pensado que iba a aprovechar más de lo previsto la visita, cuando un conductor ha pasado a muy pocos centímetros de mí. Aunque la culpa ha sido mía, vaya por delante. A la altura de Reina Victoria me he dado cuenta de repente de que estaba en la zona de bares que frecuentaba hace veinte años, incluso alguno seguía abierto, otro era una inmobiliaria y otro una tienda de no sé muy bien qué. Me he quedado mirando con la curiosidad de saber en qué se había convertido el garito donde sucedieron la mayor parte de las cosas que sucedieron hace veinte años y por eso no he visto un coche que quería girar con cierta prisa. El sí ha visto mi despiste y, a pesar de su prisa, he encontrado tiempo para pitar y para insultarme con abundancia. La nueva normalidad parece ser estar mucho más estresado que en la antigua, pero tal vez no, porque no lo noto cuando voy andando. Por eso prefiero ir andando y al coche se le acumulan los ruiditos.

06/10/21

Ya me llamaron del taller. Parece ser que el ruidito se llama dos mil euros. Dos mil euros. Por un coche. Por un coche que apenas uso. El ruidito es la cadena de distribución, es un fallo que sucede a veces, es un fallo que lamentan, pero a la vez me felicitan por haber llevado el coche al taller antes de que el problema fuera a más, porque eso significaría romper el motor y que fueran doce mil. ¿Habla en serio la gente? La llamada me ha llegado cuando estaba en una reunión y he tenido que salir para atenderla. Normalmente me resulta violento atender llamadas personales en la oficina, pero esta me ha dejado helada. Creo que mi gesto ha sido tal que ha parecido que atendía una llamada de extrema importancia para la empresa y eso está bien. La apariencia tiene valor, casi diría que tiene el valor.

Y ahora me he quedado pensando. Pensando en el valor de dos mil euros, en el valor del coche, en el valor de la libertad de poder ir en cualquier momento a cualquier sitio sin pensármelo dos veces, sin buscar vuelos, sin buscar trenes, sin buscar nada, sólo agarrando las llaves y pensando que tal vez después de la próxima curva está el mar.
Tengo que llamar para contarles si lo arreglo o no y no tengo ni idea de si quiero comprar un boleto para esa lotería de cosas que podría hacer o si acepto la avería como viene y asumo que las cosas que pasan son por algo y las que no pasan también son por algo. Me ha venido a la cabeza que mi ex y yo compramos dos coches mientras estuvimos juntos, hace ya unos diez años. No fue al mismo tiempo, sino con dos años de diferencia, que no parece mucho, pero para nosotros lo fue, o al menos lo fue en lo que se refiere a llamarnos nosotros. Uno se lo quedó él y otro me lo quedé yo. El se quedó el coche impráctico y bello, yo el útil y seguro. En algunos momentos hay que intercambiarse los papeles. El caso es que él lo puso en venta la semana pasada y me avisó de que lo vendía, por si conocía algún interesado. Mientras, yo estoy mirando el teléfono, pensando en el ruidito, en los dos mil euros y en que no sé para qué quiero un coche.

07/10/2021

Perdiendo el tiempo en Twitter en un rato sin reuniones, me encuentro con una entrevista que me llama la atención. Garci entrevistado por Jabois con este titular: “Antes no era todo mejor, antes tenías veinte años”. Me llama la atención porque hubiera pensado que Garci era un señor nostálgico y porque Jabois me produce un cierto rechazo después de que pasara algunas noches con mi amiga Rebeca y yo pasara muchas otras más soportando la narración de esas noches. Pero me llama la atención sobre todo porque consigo leerlo casi entero, sin los trucos comunes de leer en diagonal y saltar párrafos que es como leo casi todo lo que aparece en la pantalla del ordenador. Y en la tercera pregunta ya salta el ruidito de nuevo, porque Garci no tiene coche, dice que lo quería con dieciocho años y no tenía dinero y cuando tuvo dinero, ya no lo quiso.

A mí me pasa lo contrario, cuando tenía esos años no quería tener coche ni quería conducir, me aterrorizaba la idea de conducir, porque conducía muy mal, porque una de las primeras veces que conduje de milagro no me empotré con un coche aparcado y porque tuve un accidente sin consecuencias con mi novio de entonces. Aún así, muchos años después, decidí que era una mujer independiente, viajera y aventurera y que para eso necesitaba conducir, así que conduje. Es más, harta de dar vueltas por la M-30 y la M-40 en las clases de conducir, cuando el profesor me anunció que mi falta de pericia al volante estaba en la media de la población, cogí el coche y me fui a Donosti a ver el mar. Llegué orgullosísima de mi logro, empapada en sudor y con todas las ganas de celebrarlo con un pacharán en el muelle. Garci no puede hacer eso.

El resto del día sigo combinando las reuniones con páginas de internet al azar, mientras el teléfono vibra en una esquina de la mesa. El taller no deja de llamarme para saber si lo voy a arreglar.

13/10/2021

Decidí no reparar el coche y no gastarme los dos mil euros. Sólo lo recogí, con su avería y su ruidito, aunque me insistieron hasta la hartura para que lo dejara allí, avisándome de que era algo serio, que el coche me iba a dejar tirada en menos de cincuenta kilómetros. Me sobraron casi todos. Sin pensármelo dos veces, salí del taller, tomé a la izquierda, enfilé hacia Reina Victoria y, en cuanto el semáforo se puso en verde, estampé el coche contra aquel garito del pasado que, ahora sí, pude ver que se había convertido en una tienda de cupcakes. No vi más, me han dicho que me desmayé.

Esto lo escribo desde el hospital, pero creo que me darán de alta en un rato. Lo justo para que atestigüen que no me drogo, que mi explicación de que sufrí un mareo parece plausible y que no tengo conmoción cerebral. Ni ruidito.

Feat. Diego Vasallo

Serendipia

Ese martes tenía las horas llenas de todos sus minutos y los minutos de todos y cada uno de sus segundos. Como suele suceder cuando tienes una segunda cita deseada, anticipada y antojada. Las primeras citas son irreales, no tienen esa cualidad de deseo tan marcada, son etéreas, inciertas, se explican con un por qué no. Las segundas se enganchan con un por qué, son arriesgadas, pueden llevar a pensar en demasiados porqués y pensar entorpece las acciones, las retrasa y las tuerce.

“No sé qué ropa voy a ponerme para nuestro reencuentro”. *enviar*

Las paredes parecían inflarse como velas, brillantes de sudor y condensación, creando sombras hipnóticas. En los reflejos variables de la pintura de la pared podría leerse un futuro prometedor, o no, como en los posos del café. Algunos de los minutos de la tarde del martes podían rellenarse con café y huyendo de las franjas de sol que se colaban por la puerta. Todo el día huyendo del frío y del fresco y del calor. Demasiado sol para estar al sol, demasiado frío para estar a la sombra. Rellenar minutos con café y curioseando lo que sucedía en el mundo, si es que sucedía algo.

– Efe cinco – dijo al aire.

– NO TIENE MENSAJES NUEVOS. CERO. INTERACCIONES NO PROGRAMADAS. SEIS. INTERACCIONES PROGRAMADAS. UNA. SUGERENCIA NUEVA DE CONEXIÓN CON AFINIDAD. CUARENTA. Y. OCHO. TEMAS. ESCALADA. SERIE B. MONTY PYTHON. ¿SABER MÁS?

– No

– ¿EJECUTAR INTERACCIONES AUTOMÁTICAS?

– Sí.

– SEGUIR. UNO. SILENCIAR. UNO. APOYO. TRES. AGRADECIMIENTO. UNO. REDES ACTUALIZADAS.

Interacciones que se envían al cosmos, como mensajes en una botella, con todas las probabilidades en contra de que llegue al destinatario esperado. Flotando con su contenido trivial, poco inspirado y urgente. Un saludo, un beso, un fueguito cochambroso. Nada interesante en el mundo exterior, si es que el mundo seguía siendo algo exterior, y el puto café seguía hirviendo, así que no servía para llenar minutos y obligaba al tiempo a llenarse por sus propios medios.

El sofá lo atrapaba como las arenas movedizas de una película de serie B, atrapando al espíritu más que al cuerpo, un atrapasueños real, un agujero negro que se tragaba toda sensación, todo pensamiento, toda emoción. Sin levantarse, repasó en la cabeza el armario, las camisetas con mensajes, eligiendo y descartando. Descartada por sobria, descartada por obvia, descartada por rara, descartada por malinterpretable, como son todos los mensajes. Pensó comprar ropa nueva, dar vueltas por alguna tienda que ofreciera todo lo ofrecible, con descuentos atractivos y envío en una hora, ¿para qué? ¿Necesitaba él o cualquier otra persona aún más cosas, aún más objetos?

– Efe cinco.

– NO TIENE MENSAJES NUEVOS. CERO. INTERACCIONES NO PROGRAMADAS. CERO INTERACCIONES PROGRAMADAS.

Le mecía el tranquilizador sonido de la electrónica, con su tono neutro, dulce y acompañante, pero sin entrar en frases cercanas o domésticas como ‘cuídate’, cuando nadie quiere cuidarse, quiere que le cuiden. También el tranquilizador sonido del aire acondicionado, su ruido blanco, la estática de paz y condiciones ambientales controladas que acallaba su acúfeno privado. En el silencio no escuchaba pitidos o cascadas, escuchaba algo como una carcoma, como un gusano de seda que comiese morera en su oreja, madera crepitando. Le resultaban asquerosos esos ruidos ficticios causados por la ansiedad que sólo remitían con otros ruidos, con música, con el ronroneo de un gato. Remitir puede parecerse mucho a enterrar algo que aún sigue vivo, sepultar con toneladas de otras cosas distintas lo que no puedes borrar.

Convenía ir a la música, a ver si una música inspiratriz le traía un eureka en forma de qué camisa ponerse. Se acercó al mueble de los vinilos, quería elegir uno al azar. ¿Era posible el azar total? Hasta el desorden de los discos se debe a algo, a la última vez que se escuchó una canción, si era pronto o temprano, si hacía sol o caía la niebla. Eligió uno igual y disfrutó de los segundos antes de que empezara la música más que de la música. A lo mejor necesitaba una camiseta con una clave de fa o una rosa de los vientos o un dedo en el aire que ayudara a orientarse. Nada de relojes o recuerdos del tiempo, sólo un nivel de intensidad moderado y suficiente para no ir con el alma por fuera.

El café se había quedado frío, puede que se hubiera adormilado en algún momento. Tiró los retos del café frío al fregadero, cogió una cerveza, abrió la cerveza, se cortó un poco el dedo al abrir la cerveza. Seguro que se había dormido y aún seguía un poco alelado. Mientras se chupaba el pulgar damnificado, leyó con curiosidad la etiqueta de la botella, como si fuera un bote de champú. Agua, malta de cebada, arroz y lúpulo. ¿Arroz? ¿Siempre había tenido arroz la cerveza? Bélgica o Alemania o esas cunas legendarias de la cerveza no parecían tener una climatología adecuada para el arroz, aunque tampoco sabía qué clima convenía al arroz. Podía comprobarlo, pero para qué. Más datos inconexos que no servían para nada, más desperdicios que se quedaban en los arcenes de las vueltas del cerebro. Saberlo o inventárselo no cambiaba nada.

– Efe cinco.

– NO TIENE MENSAJES NUEVOS. CERO. INTERACCIONES NO PROGRAMADAS. CERO INTERACCIONES PROGRAMADAS.

Cerveza con arroz, qué cosas se descubrían cuándo se miraban los detalles alrededor. Se oyeron pasos en la escalera, lentos y pesados en la subida. Algún vecino acalorado o cansado o sin ganas de entrar en su casa porque estaba orientada al oeste y no apreciaba las puestas de sol. Si era la estúpida de su vecina del cuarto, subiría con el niño en brazos, renegando contra el ascensor que nunca se instalaba.

Echó un vistazo al desorden de los libros, pensó en colocarlos, hacer un collage mezclando estilos, recuerdos, best sellers con grandes clásicos, algo como peinarse con todo el cuidado para parecer despeinado. Le sonaba haber escuchado que no hay que follarse a quien no tiene libros, o algo así. Era extraño pensar que alguien hubiera dejado de follar por un libro de más o tres libros de menos, pero tal vez sí fuera verdad, los caminos por los que se podía acabar con alguien en la cama eran insondables, mucho más que los caminos del señor. Casi siempre bastaba con no pensar y eso te podía llevar a la cama de una desconocida que conociste en la búsqueda de la felicidad y de la anestesia.

Echó un vistazo al teléfono y comprobó que era hora de ducharse, de vestirse, de salir de la burbuja y no colocar libros. El chorro de agua hirviendo le devolvió la sensibilidad de todos los centímetros de la piel, los recorrió sintiendo cómo el agua caliente en el espectro del dolor dilataba sus venas, descomprimía los músculos, ablandaba sus órganos. Ducharse para cocinarse, para hacerse más digerible ante un eventual caníbal. Cualquier cosa puede pasar, no hay más que ver las noticias. A su alrededor todo era vapor, niebla, contornos despareciendo, discontinuidad de la materia, otros mundos más difusos y reales reptando por debajo del que se ve.  Se miró los dedos, arrugados como peces de las profundidades, como moluscos, dejándose sorprender por ellos como si nunca los hubiera visto, fascinado de lo que la humedad es capaz de hacer con un cuerpo.

Las siete y media ya. No había preparado un tema de conversación, no había imaginado cómo iría ella vestida, si llegaría a la hora o un poco más tarde, si vendría sonriendo o ensimismada. O con sombrero. Salió de la ducha y decidió secarse desnudo frente al chorro del aire acondicionado. Ducha hirviendo y congelación, un método infalible de despejarse, de volver a sentir la sangre correr a la velocidad correcta de recuperar la lucidez con agujas de hielo pinchándole todo el cuerpo. Se dio cuenta de que habría dejado huellas mojadas por toda la casa y no le iba a dar tiempo a pasar la fregona.

– Efe cinco.

– TIENE. UN. MENSAJE NUEVO. ¿SABER MÁS?

Echó un vistazo al teléfono. Pasaron cinco minutos, diez.

“Lo siento, creo que volver a vernos no es una buena idea. No sabemos nada el uno del otro” *enviar*

Feat. Amaro Ferreiro

Peces de ciudad

Sentado en el banco de la calle Comala esquina Sabinas se encorvaba lápiz en mano sobre un cuaderno de dibujo, poniendo y quitando detalles al boceto del escaparate de una tienda de lámparas. Llevaba algo más de una hora, mirando, midiendo con el pulgar extendido, acercándose a la cristalera y retocando algún elemento, el giro de las letras del rótulo, la marca vieja de un graffiti en la pared. Demasiado calor para pintar con carboncillo, con las manchas de sudor amenazando con emborronarlo todo en una nube de ceniza.
Los transeúntes no le miraban, arrastrados por un destino prefijado, sin apenas apartar la vista de su camino invisible. No llamaba su atención un dibujante cuarentón con sombrero años veinte que se atareaba con una fachada perfectamente vulgar. Dentro de la tienda, vacía de clientela, el dependiente o el encargado o el dueño pasaba el plumero a los cristalitos de las lámparas sin mucha convicción.
Miró el reloj, ya había pasado un buen rato desde que abrieron, el dibujo estaba terminado. Lo fechó y entró en la tienda casi completamente sereno. Allí dentro olía a canela como si estuviera nadando dentro de un flan y la temperatura
bajaba al menos 15 grados. El frío y la penumbra le llevaban a uno del calor sofocante de la calle a una tarde de noviembre.

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—Buenos días —saludó con un toque al sombrero.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? —frase mecánica, sonrisa franca y abierta, treinta y pocos años, anotó mentalmente.
—Me va a perdonar, es sólo una curiosidad que tengo. ¿Cuánto tiempo lleva abierta esta tienda?
—Muy poco, acabamos de abrir como quien dice —cinco meses es bastante tiempo para un acabamos de abrir, puntualizó para sus adentros.
—Muy bonita, habrá visto que la estaba dibujando… —no tan bonita, más bien anodina e intercambiable con cualquier otra tienda de esa calle o esas calles, con una originalidad que se repite mil veces.
El dependiente o el encargado o el dueño seguía con la sonrisa clavaba en el rostro, dudando acerca de cómo continuar con la conversación.
—Y, ¿sabría decirme qué tipo de negocio era antes? —continuó.
—No estoy seguro, creo que era una papelería —librería, cretino que parece ser que no es el dueño, era una librería.
—Muy bien, muy bien. Está bien que las tiendas cambien y evolucionen —echó un vistazo alrededor para mostrar el interés que no sentía—. No le molesto más, que tenga usted un buen día.
Salió de la tienda con la expresión de quien vuelve del frente habiendo merecido una medalla por un acto particularmente heroico, sudando a chorro sólo en parte por el calor y volvió al banco. Abrió el cuaderno por la primera página para encontrarse con el dibujo de una librería, fechado 9 años atrás. Casi podía sentir el olor del papel, seguir las rutas de los peces anaranjados y urbanos danto vueltas en el acuario, llenarse de la música de jazz band siempre en el ambiente.
Con cuidado, arrancó la página para arrugarla en una bola y tirarla en la primera papelera que encontró. Una menos, se dijo expulsando el aire que se le había quedado atascado entre las costillas. Una menos, se repitió.
Si volvía a casa andando despacio tardaría unos cuarenta minutos, tal vez un poco más. Suficiente para inventarle una excusa a su mujer, suficiente para comprar flores o alguna chuchería que evitara tener que excusarse. Suficiente para no perderse la retransmisión de los entrenos en Montmeló. Y cruzando el semáforo, se alejó de aquella esquina por la que hacía nueve años que no pasaba.

Feat. Iván Ferreiro y Joaquín Sabina

Magdalenas e inmaculadas

Hay una sabiduría primaria en la infancia que va más allá de la racionalidad o de las palabras para explicarlo. Sabiduría primaria o puro instinto de supervivencia, quién sabe.

Así, una niña, antes de entender nada, ya sabe reconocer si su equipo es el de las magdalenas o el de las inmaculadas lánguidas. No lo entenderá, no lo ha elegido, no podrá explicarlo, pero lo sabrá sin lugar a dudas. Por todo y por nada. Porque le remueven películas clásicas con gatas en el tejado, condesas descalzas o rugidos de la marabunta y le sorprende que a otras no les pase. Porque ve tragedias de amor donde otras personas no ven nada de eso mucho antes de haber tenido amor, amante, novio o pretendiente. Porque es magdalena.

Más allá de la infancia, esa sabiduría se contamina de razón. Las magdalenas empiezan a analizar, dudan de lo que sienten y fingen durante un tiempo ignorar lo que saben  hasta que en algún momento se cruzan con una frase demoledora. ‘Hay mujeres para follar y mujeres para enamorarse’, esa que le dijeron a Malena la del nombre del tango. La caída del caballo, la dolorosa revelación de que no son imaginaciones ni paranoia, sino que esa sensación tan clara la han tenido otras antes y que la tendrán otras después. Mujeres para follar y mujeres para enamorarse, mujeres para ir al cine y mujeres para darles un sartenazo (sic.)

Magdalenas

Hay equipos, hay partido en marcha. Desde el principio, una sabe quién está en el lado del cine o en el de la sartén. Cómo se explica que mujeres como Sofía Loren, Ava Gardner o Rita Hayworth estén en el lado de la sartén, cuando deberían estar en el lado del pedestal. Serán unos centímetros de más, un tono de voz de menos, una nariz, un color… la tendencia a buscar motivos para lo arbitrario hace daño y no ayuda a entenderlo, es sólo inevitable. En el lado de las tardes en el cine siempre estarán las lánguidas, las rubias de Hitchcock, las frías, las pálidas perfectas y las sinsangre, con el halo puro y virginal que las acompañará siempre, aunque sus acciones no correspondan. Pueden tener su momento de debilidad, pero nunca serán pecadoras magdalenas.

Una lánguida total como Grace Kelly puede serle infiel a su marido en su propio rostro y que la mujer de moral dudosa siga siendo Ava Gardner. Porque a Ava Gardner en Mogambo se le supone un pasado y capacidad de beber whisky a morro. Y con esa actitud no te van a llevar nunca al cine.

Otra lánguida total como Audrey Hepburn puede ser un icono pánfilo, infantil y etéreo aunque sea una puta de lujo que desayuna enfrente del escaparate de la joyería en la que le compran regalos y se acabe enrollando con un chulo. Carambola mágica, es incluso capaz de convertir lo que podría ser un drama social en un clásico del amor del siglo XX. Es lo que tiene ser la imagen de la elegancia.

O Ilsa, tan incapaz de serle fiel a su marido moralmente como de serle infiel físicamente, que vuelca encima de su amante la responsabilidad de decidir si debe o no tirarse en sus brazos… Si ella no lo sabe, normal que le digan que se suba al avión y se vaya a volar con viento fresco.

Las lánguidas se redimen y siguen en el recto camino aunque tomen de vez en cuanto rutas alternativas, mientras que en el otro lado no hay redención para las magdalenas, ni conventos a los que retirarse como una doliente Ofelia. Las magdalenas no se hacen, son, no pueden evitarlo y tienen que seguir adelante con ello. No irán al cine acompañadas, ni siquiera Lauren. Triste desgracia, tampoco hay tantos Humphreys por la calle.

Y sin embargo, si pudieras decidir, si Morfeo te diera a elegir equipo con la píldora roja y la azul, ¿qué harías? Puede que dudaras, que pensaras si merece la pena que las cosas sean complicadas, para qué. O puede que recordaras una tarde después de clase en un bar de barrio, con ‘Lo que el viento se llevó’ puesto en la televisión y un camarero jovencito mirando la pantalla hipnotizado y diciendo a cada tanto ‘¡Qué mujer!’. No diciendo qué mona, qué preciosa o qué adorable, sino ¡qué mujer!

Nota histórica: No es envidiable el camino de las lánguidas. Después de todo un millonario abandonó a la Callas por una lánguida, pero eso no evitó que volviera a silbar por las noches a la ventana de Maria.

Y sin embargo

Ya no se cree nada. Se arropa con una manta de cinismo y declara que no tiene tiempo ni ganas de escuchar mentiras. Ni de leerlas. De dar valor a un mensaje en el que se invierte medio segundo. Da igual que sea una puesta de sol, una sonrisa, un ‘buenos días’ de pura desgana mientras se ven las noticias. De sentirse única sólo cuando escucha frases que sabe manoseadas, repetidas mil veces a mil personas diferentes.

Y sin embargo, hoy va a salir y se está pintando las uñas de los pies de rojo.

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Berlín, años cuarenta

Se encendió un cigarro mirando por la ventana mientras su amigo le traía una cerveza. Iban a ser unas bonitas vistas esas que le venían caídas del cielo, como ese aguacero sin fin en el que vivían, que parecía que no iba a terminar nunca, pero terminaría y en verano podría ver a las chicas pasar. De momento llovía a tres grados, la previsión del tiempo decía que durante la semana iba a nevar.

-─ Por tu cambio de vida, tío -─brindó cuando le llegó la cerveza-─. Tienes suerte.

Realmente pensaba era que la suerte era la suya, la suerte de que su amigo, que ni siquiera era tan amigo, sólo un tipo que le caía bien, hubiera pensado en alquilarle la casa a tan buen precio ahora que le trasladaban a Berlín. Habían trabado una relación de bar, de compartir chistes y tres o cuatro borracheras al año. A su amigo menos que amigo le gustaba que él fuera escenógrafo, conocedor de gente con intenciones de ser famosa, exótico y pobre como una rata. A él le gustaba que su amigo estuviera podrido de pasta.

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Pasó los ojos por el apartamento, los muebles oscuros de soltero, las lámparas industriales, el suelo de madera. Recorrió con la vista su buena suerte, que sólo le obligaba a escuchar de nuevo una retahíla de batallitas acerca de lo maravillosa que era la ciudad, lo feliz que fue allí hacía veinte años, cuánto había soñado con volver. Hablaba de Berlín como los pintores hablaban del París de los años veinte o los hippies hablaban de Ibiza de los sesenta, como si fuera un lugar mitológico, como si fuera el santo y seña de la cueva que escondía el tesoro. Escuchaba con medio cerebro esas historias que ya había escuchado sin prestar atención miles de veces. Con el resto del cerebro, comparaba esa casa con la suya.

Era más grande, con más luz y, a priori, con un casero más razonable. Además, pronto empezarían las obras en su escalera y no era mal momento para mudarse. Por lo demás, eran muy parecidas. Esas casas donde nunca se deja nadie un cepillo de dientes, con una cama en la que mantener largas relaciones con webcams de porno amateur, con un sofá desde donde mandar sinceros mensajes de amor a chicas que ya no le importaban. Nada que fuera mínimamente insustituible. Una buena casa para tener una mascota que no diera mucho trabajo. Periquitos, por ejemplo.

Quedaba algo más de una hora para que salieran hacia el aeropuerto, un par de cervezas más, un apogeo de camaradería de última hora y grandes planes.

-─ Me llaman. Dame un segundo.

Apuró la cerveza mientras oía a lo lejos la amortiguada conversación. No duró más de un par de minutos y cuando volvió, su amigo tenía la cara pálida y descompuesta.

-─ Se cancela todo. No me voy a ningún sitio -─dijo entre hipos y echándose a sus brazos.

Se quedó ahí clavado, dándole unas palmadas desganadas en la espalda y maldiciendo lo cerca que había estado de ocupar esa casa tan estupenda, la puta mierda que era haberse hecho tantas ilusiones. Al otro lado de la línea telefónica, una teleoperadora le contaba a su compañera de turno su enésima conversación rara del día. La gente ya no sabía que inventar para colgarles el teléfono, pero era la primera vez que se le ponían a llorar.

 

Feat. Los Piratas

“Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que permanecen desatendidas” – Teresa de Jesús

 

 

Viajando sola

Me encanta viajar sola. Y no me refiero a lo que comúnmente se entiende como visitar, conocer, comer fuera o dormir en cama ajena. Me refiero a la actividad mucho más prosaica de transportarme sola de un lado a otro. Coger un avión o un tren, por trabajo o para visitar a alguien, sola y con dos, tres o cinco horas por delante sin nada que hacer en las que pensar, leer y mirar por la ventana, porque siempre elijo ventana. Y en particular, prefiero el tren.

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El avión tiene una ventaja, eso sí. Cuando vuelas, siempre hace sol, da igual la época del año y las condiciones meteorológicas. Hace sol y las nubes son blancas hasta doler. Pero es es sólo en el avión, todo el trámite previo de quitar y ponerse zapatos, quitar y ponerse abrigos y sacar y guardar documentación lo siento como una tortura medieval. Además de asaltarme esa inquietud de última hora en la que no sé si mis calcetines tienen algún tomate.

El tren es todo glamour, con sus estaciones, su vagón cafetería, sus ventanas para ver la niebla. Porque hoy tocaba tren y había niebla. Y allí iba yo, a tomar el tren de vuelta que coincidía con la hora de comer en punto. Eso era todo un dilema. Las cafeterías del tren no son tan glamourosas como deberían ser y me veía comiendo un bocadillo de tortilla fría con una mano y salpicándome de coca-cola con el movimiento. Eso no conviene nunca. Pero no había mayor problema, las estaciones me encantan y, aunque no es sólo por eso, están llenas de templos de comida para llevar, chucherías y tabaco. Siempre venden tabaco en la estación, no sé por qué.

A mí lo que me pedía el cuerpo era un menú para llevar del McDonalds con todos los complementos. Pero no, me decidí por la urbanidad para que mi casual compañero de asiento no tuviera que estar medio trayecto oliendo a hamburguesa. Ensalada pues. Ensalada, bebida rara de té y frutas casi imaginarias y piña. Muy sano, muy cívico y muy bien.

Allí estaba ya en mi asiento de ventanilla, viendo ya las primeras imágenes campestres, con mi comida sana y con un compañero de asiento hipnotizado con su móvil. Un vagón tranquilo, con poco ruido y muy apropiado para comer. Era el momento. La estampa hubiera sido digna de revista de estilo si no fuera porque al aliñar la ensalada, el botecito de vinagre me atacó por sorpresa, salpicándome la ropa, la comida, la piña y la mesa. Y perfumándolo todo a su paso. Regada de vinagre, miré de reojo al chico de al lado para comprobar cómo de ridícula era la situación, pero él, sin hacerme ningún caso, dejó su móvil y sacó una bolsa del McDonalds para meterse una hamburguesa entre pecho y espalda en cuatro bocados. Mientras yo seguía con una ensalada sin aliñar y mi perfume de vinagre.

Cuando acabé de comer, pensé en ponerme a leer para intentar subir mis puntos de mujer atractiva y carismática, pero desistí. La situación no lo permitía. La mejor manera de disfrutar del resto del viaje sería hacer la otra cosa que más me gusta de viajar sola. Dormir. Y dormí hasta llegar al destino.

Rojo esperanza

El rumor del papel de seda de la ropa recién comprada se le antojaba lo más parecido a una promesa casi cumplida, ese placer anticipado que hacía que mereciera la pena cada minuto que había tenido que trabajar para comprar ese vestido. Lo miró embobada, era delicioso, un placer para los ojos y las manos, con su tacto cálido y resbaladizo y tan rojo como era físicamente posible. Ahora tocaba probárselo y valorar el efecto que iba a causar, con una luz mucho más caritativa que los fluorescentes de pollería de las tiendas que daban ganas de salir huyendo de la imagen apocalíptica que mostraban.

Se lo vistió con infinito cuidado para no arrugarlo y se apresuró a buscar unos zapatos que completaran la estampa. El maquillaje que llevaba no era perfecto, pero estaría bien. Sólo entonces se miró en el espejo de su dormitorio.

Se vio guapa. Se vio como creía que él la iba a ver, elegante y preciosa, perfecta para la cita perfecta que iban a tener. Su imaginación se disparó en mil direcciones diferentes y todas tenían final feliz, todas incluían frases bonitas, chispas y pirotecnia y eso era lo que buscaba. Aprobó su imagen y echó un vistazo rápido al teléfono para comprobar si había enviado algún mensaje. La pantalla le devolvió su imagen y nada más. Pero sólo era lunes, aún había tiempo.

Con cierta contrariedad culpable por no poder disfrutarlo un poco más se quitó el vestido y lo estiró con cuidado antes de ponerlo en una percha y colgarlo en el armario al lado de otra docena de vestidos rojos sin estrenar.

Se acostó con una sonrisa que le iluminaba toda la cara.

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Aquellos sueños

Desde que soñaba cosas raras se le hacía más difícil irse a la cama, que era a donde se dirigía después de otra cena más de risas, copas, bailes y buenos sentimientos, con un frío que congelaba el aliento y esperando encontrar un taxi para volver a casa, dormir, tal vez soñar. Los sueños no eran todas las noches, solo cada cierto tiempo y después de un día perfectamente anodino, la noche se confabulaba para matar un recuerdo feliz. Casi siempre se hundía como un peso muerto en una oscuridad silenciosa y vacía, en una nada reconfortante. Pero pasaban algunos días, veinte, doce, días en los que ya no lo esperaba y la oscuridad se llenaba con el eco de aquella voz.

– Es mi deber contarte la verdad

A partir de ahí, las imágenes se esforzaban en destrozar con sistemática precisión su vida tal y como la recordaba. Revivía aquellos momentos casi tal y como sucedieron, pero sabiendo cosas que no sabía entonces que habían sucedido y previendo ya las que iban a suceder, lo que se iba a romper, lo que iba a morir. La última vez había sido una novia, la más querida, la que recordaba perfecta y risueña y lista y guapa y siendo tan jóvenes los dos. En el sueño volvió a ver uno de esos momentos estúpidos, iluminados por la luz de un flexo, en mitad de la madrugada, con su sonrisa brillando, pero teñido de la desesperación que ya sabía que vendría después, del conocimiento del daño que se iban a causar, de la traición y las mentiras.  La felicidad es imposible sin una ficción mezcla de eternidad e ignorancia.

Aquellos sueños, que tendrían que ser fantasías por cumplir, se habían convertido en una suerte de conciencia castigadora que le iba arrebatando sus memorias más acogedoras. Se sopló los dedos mientras esperaba un taxi. Al menos sabía que aquella noche no iba a ocurrir, porque lo esperaba y nunca ocurría cuando lo esperaba.

Eran emboscadas sin preaviso que se le aparecían cuando cometía la imprudencia de olvidarse, de dejar de temerlas. Ese miedo que había intentado exorcizar con escapismos de drogas, alcohol, deporte, televisión, cualquier cosa que sugiriera la posibilidad de ausentarse. Incluso cenas como la de aquella noche, aunque no hubiera funcionado. Por fin paró un taxi y mientras veía pasar las calles, se desbordó de llanto de despedida. ¿Qué pasaría cuando llegara al último recuerdo? ¿Al último instante de perfección? Estaba lejos aquella edad en la que es posible vivir sin un lugar del pasado en el que refugiarse, al que aferrarse cuando llega el invierno. Lo que quedaba ya era separarse de los recuerdos felices que le quedaban, dejárselas en testamento a ese yo suyo que ya no existía. Sus mascotas, los abrazos de los amigos, los dedos que le tocaron, los borrosos momentos en que creyó ser muy feliz. El taxista lo miraba discretamente por el retrovisor, con una mezcla de curiosidad y temor, las luces navideñas creaban juegos de color en su cara cubierta de lágrimas. Pararon en su portal.

– Lo siento. Espero que todo mejore.

Pagó y subió a su casa esperando que se cumplieran los buenos deseos del taxista.

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«Siempre es levemente siniestro volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección» – Sobre héroes y tumbas (Sábato)

«Morir, dormir, tal vez soñar» – Hamlet

 

 

 

La primera vez

Las tardes de julio son propicias para el drama y proclives a las averías. Estaba tirado en el sofá, frente al balcón abierto, invocando el mínimo atisbo de brisa que aliviara la huelga indefinida que había declarado su aire acondicionado. Fumaba mirando al techo y se dejaba hundir por la voz de María Callas cantando ‘Casta Diva’. Las tardes de julio también son propicias para las óperas ardientes.

Le llegaba de la calle el rumor de una conversación vagamente triste, una pareja poco más que adolescente sentada en un banco, amenazados de combustión espontánea bajo aquel sol atroz. Se incorporó para verlos mejor y vio que lloraban a moco tendido, los dos, con el impudor de no tener ni veinte años, con el fondo de la música ‘senza nube e senza bel’.

Aquel calor pudría la carne y los buenos deseos, incluso los malos, y convertía todo en líquidos salados, como el sudor y las lágrimas.

El chico la acariciaba el pelo y ella permanecía encogida como un cachorro de perrera, con algún gemido suelto y desesperado. Entendía sin oirlo lo que se estaban diciendo, el discurso eterno de la retirada sin honor y los envidió un poco porque sabía que ellos aún se creían esas palabras innatas a la cobardía humana y la decepción. Se preguntó si habrían escuchado alguna vez a Callas más allá de la superficialidad de algún anuncio en televisión, si sospecharían que todo lo que se estaban diciendo se había dicho ya mil veces y que los igualaba con todos los veinteañeros que había habido y habría.

Rompieron el abrazo, los dos o puede que solo el chico, que se quedó de pie mirándose los pies. Ahora sí podía entender las palabras.

– Ojalá no estuvieras buena, así sabría que no he estado contigo solo por follar.

El calor era tan denso que esa frase hubiera podido puntuarse con un trueno y un diluvio bíblico. Pero no se oyó nada y hasta la chica congeló su llanto, como si la hubieran apaleado. No quiso mirar más. Se volvió a su teléfono para ver si encontraba en la agenda alguna forma de pasar la tarde que incluyera aire acondicionado en funcionamiento. Buscó por la M de Callas.

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Feat. Iván Ferreiro y Karina Sainz Borgo