05/10/2021
Hoy me tocaba llevar el coche al taller. Detesto las pequeñas gestiones, las cosas que nunca haría si fuera millonaria, las minucias molestas de llevar una vida medianamente civilizada. Por eso la demoro todo lo posible o utilizo trucos que me obligan a hacerlas, como pedir cita en los 30 segundos que decido que es importante hacerlas y ser funcional, aunque mi yo futuro vaya a maldecirme por haberme comprometido a ello. Así que lo he llevado, con su ruidito y con mi miedo a que se fuera a quedar parado en el tráfico aberrante del martes por la tarde. Calles cortadas, bocinas, gritos y todo el furor automovilístico de un otoño mal llevado. Incluso he pensado que iba a aprovechar más de lo previsto la visita, cuando un conductor ha pasado a muy pocos centímetros de mí. Aunque la culpa ha sido mía, vaya por delante. A la altura de Reina Victoria me he dado cuenta de repente de que estaba en la zona de bares que frecuentaba hace veinte años, incluso alguno seguía abierto, otro era una inmobiliaria y otro una tienda de no sé muy bien qué. Me he quedado mirando con la curiosidad de saber en qué se había convertido el garito donde sucedieron la mayor parte de las cosas que sucedieron hace veinte años y por eso no he visto un coche que quería girar con cierta prisa. El sí ha visto mi despiste y, a pesar de su prisa, he encontrado tiempo para pitar y para insultarme con abundancia. La nueva normalidad parece ser estar mucho más estresado que en la antigua, pero tal vez no, porque no lo noto cuando voy andando. Por eso prefiero ir andando y al coche se le acumulan los ruiditos.
06/10/21
Ya me llamaron del taller. Parece ser que el ruidito se llama dos mil euros. Dos mil euros. Por un coche. Por un coche que apenas uso. El ruidito es la cadena de distribución, es un fallo que sucede a veces, es un fallo que lamentan, pero a la vez me felicitan por haber llevado el coche al taller antes de que el problema fuera a más, porque eso significaría romper el motor y que fueran doce mil. ¿Habla en serio la gente? La llamada me ha llegado cuando estaba en una reunión y he tenido que salir para atenderla. Normalmente me resulta violento atender llamadas personales en la oficina, pero esta me ha dejado helada. Creo que mi gesto ha sido tal que ha parecido que atendía una llamada de extrema importancia para la empresa y eso está bien. La apariencia tiene valor, casi diría que tiene el valor.
Y ahora me he quedado pensando. Pensando en el valor de dos mil euros, en el valor del coche, en el valor de la libertad de poder ir en cualquier momento a cualquier sitio sin pensármelo dos veces, sin buscar vuelos, sin buscar trenes, sin buscar nada, sólo agarrando las llaves y pensando que tal vez después de la próxima curva está el mar.
Tengo que llamar para contarles si lo arreglo o no y no tengo ni idea de si quiero comprar un boleto para esa lotería de cosas que podría hacer o si acepto la avería como viene y asumo que las cosas que pasan son por algo y las que no pasan también son por algo. Me ha venido a la cabeza que mi ex y yo compramos dos coches mientras estuvimos juntos, hace ya unos diez años. No fue al mismo tiempo, sino con dos años de diferencia, que no parece mucho, pero para nosotros lo fue, o al menos lo fue en lo que se refiere a llamarnos nosotros. Uno se lo quedó él y otro me lo quedé yo. El se quedó el coche impráctico y bello, yo el útil y seguro. En algunos momentos hay que intercambiarse los papeles. El caso es que él lo puso en venta la semana pasada y me avisó de que lo vendía, por si conocía algún interesado. Mientras, yo estoy mirando el teléfono, pensando en el ruidito, en los dos mil euros y en que no sé para qué quiero un coche.
07/10/2021
Perdiendo el tiempo en Twitter en un rato sin reuniones, me encuentro con una entrevista que me llama la atención. Garci entrevistado por Jabois con este titular: “Antes no era todo mejor, antes tenías veinte años”. Me llama la atención porque hubiera pensado que Garci era un señor nostálgico y porque Jabois me produce un cierto rechazo después de que pasara algunas noches con mi amiga Rebeca y yo pasara muchas otras más soportando la narración de esas noches. Pero me llama la atención sobre todo porque consigo leerlo casi entero, sin los trucos comunes de leer en diagonal y saltar párrafos que es como leo casi todo lo que aparece en la pantalla del ordenador. Y en la tercera pregunta ya salta el ruidito de nuevo, porque Garci no tiene coche, dice que lo quería con dieciocho años y no tenía dinero y cuando tuvo dinero, ya no lo quiso.
A mí me pasa lo contrario, cuando tenía esos años no quería tener coche ni quería conducir, me aterrorizaba la idea de conducir, porque conducía muy mal, porque una de las primeras veces que conduje de milagro no me empotré con un coche aparcado y porque tuve un accidente sin consecuencias con mi novio de entonces. Aún así, muchos años después, decidí que era una mujer independiente, viajera y aventurera y que para eso necesitaba conducir, así que conduje. Es más, harta de dar vueltas por la M-30 y la M-40 en las clases de conducir, cuando el profesor me anunció que mi falta de pericia al volante estaba en la media de la población, cogí el coche y me fui a Donosti a ver el mar. Llegué orgullosísima de mi logro, empapada en sudor y con todas las ganas de celebrarlo con un pacharán en el muelle. Garci no puede hacer eso.
El resto del día sigo combinando las reuniones con páginas de internet al azar, mientras el teléfono vibra en una esquina de la mesa. El taller no deja de llamarme para saber si lo voy a arreglar.
13/10/2021
Decidí no reparar el coche y no gastarme los dos mil euros. Sólo lo recogí, con su avería y su ruidito, aunque me insistieron hasta la hartura para que lo dejara allí, avisándome de que era algo serio, que el coche me iba a dejar tirada en menos de cincuenta kilómetros. Me sobraron casi todos. Sin pensármelo dos veces, salí del taller, tomé a la izquierda, enfilé hacia Reina Victoria y, en cuanto el semáforo se puso en verde, estampé el coche contra aquel garito del pasado que, ahora sí, pude ver que se había convertido en una tienda de cupcakes. No vi más, me han dicho que me desmayé.
Esto lo escribo desde el hospital, pero creo que me darán de alta en un rato. Lo justo para que atestigüen que no me drogo, que mi explicación de que sufrí un mareo parece plausible y que no tengo conmoción cerebral. Ni ruidito.
Feat. Diego Vasallo